Javier
Ruíz / Lo
propio de los poetas es que, en un par de versos, van y condensan
de forma fulgurante, por su concisión misma, lo esencial.
Así lo hace Ezra Pound —el más maldito de
todos los poetas malditos: fue enjaulado y torturado durante
años por “la primera democracia del mundo”—.
Todo el dilema entre orden y libertad, arraigo y desarraigo,
toda la disyuntiva que marca y desgarra a nuestra época,
está ahí, brotando de su canto. Veámoslo.
Antes de nada, y para quienes lo ignoren, recordemos que Ezra
Pound es un grandioso poeta norteamericano que estuvo envuelto
en mil inquietudes, búsquedas, experimentaciones; un
poeta cuya influencia no vacilaron en reconocer un Eliot, un
Joyce, un Auden… Cuando en 1939 estalló la segunda
parte de lo que Nolte llama la Guerra Civil Europea, Ezra Pound
estaba viviendo en Italia, donde tomó partido por el
régimen de Mussolini, desde cuya radio lanzó vibrantes
arengas. Al vencer los norteamericanos, apresaron a su súbdito
y lo metieron dentro de una jaula en uno de los campos de concentración
que remplazaron a los otros. Después de mantenerlo enjaulado
seis meses al aire libre, se lo llevaron a Estados Unidos, donde
lo encerraron durante otros doce años en un manicomio.
En el curso de su cautiverio Ezra Pound siguió, sin embargo,
escribiendo poemas. (Cuenta, por cierto, Solzhenitsyn que en
el Gulag también ocurrieron cosas parecidas.)
El poema no trata, sin embargo, de tales cuestiones. Lo que
en él se denuncia va mucho más allá de
semejantes vilezas: abarca “todas las formas de opresión”
que afectan al alma. Son numerosas, pero llaman particularmente
la atención las que ponen punto final al alegato.
Después de haber deseado que
“Vayan, mis canciones, a los solitarios e insatisfechos,
a los angustiados, a los complacientes. […]
Vayan como grandes olas de agua fría,
que muestren mi desprecio por sus opresores”,
el poeta concluye anhelando que sus canciones vayan también
“al adolescente ahogado por la familia.
¡Ah, qué terrible es
ver reunidas a tres generaciones bajo un mismo techo!
Es como un árbol viejo con brotes
y ramas que pútridas caen.
Que salgan y desafíen convenciones,
rebelándose contra la vegetal esclavitud de la sangre.”
Ahí esta todo: todo el dilema de nuestro tiempo, todo
el desgarramiento de un siglo que va dando tumbos entre individuo
y colectividad, autonomía y dependencia, libertad y arraigo
—en particular, por lo que al orden moral, familiar,
“de costumbres”, se refiere.
Y, sin embargo, si tomamos tales versos al pie de la letra,
si nos limitamos exclusivamente a ellos, se diría que
no reflejan dilema o desgarramiento alguno. Tal parece como
si, de este conflicto, el poema sólo enunciara uno de
sus términos: el anhelo por zafarse de apremios, normas,
dependencias… El anhelo de que el “adolescente”
no sea “ahogado por la familia”; el anhelo, más
generalmente, de acabar con la familia y su “vegetal esclavitud
de la sangre”.
¿En qué quedamos? ¿Sería Ezra Pound
el cantor del nihilismo individualista contemporáneo,
éste cuyo hedonismo barato lleva a no aceptar orden o
apremio alguno…, salvo los que dictan el Dinero y el Mercado
(la “Usura”, diría Pound)? Es evidente que
no. ¿Qué individualismo, qué hedonismo
podría predicar alguien que pone su voz al servicio de
una concepción del mundo en la que, cualesquiera que
hayan podido ser sus desvaríos y su fracaso final, lo
esencial está constituido por la afirmación de
la “identidad colectiva”, el “arraigo de la
comunidad”, el “peso de la historia y su destino”?
Si esto es lo esencial, ¿cómo entender entonces
que el poeta llame a rebelarse “contra la vegetal esclavitud
de la sangre”? ¿Cómo comprender que arremeta
contra el “árbol viejo” cuyas “pútridas
ramas caen”? Sólo caben dos posibilidades: o bien
este hombre se contradice brutalmente, está loco de remate
—y sus torturadores tenían razón. O bien
resulta que toda esta contradictoria dualidad entre arraigo
y desarraigo, lejos de representar una locura, expresa la verdad
más honda, paradójica, de las cosas.
Veámoslo más de cerca. Reconozcamos sin ambages,
para empezar con un ejemplo, que aquel famoso, emblemático,
“Familles, je vous hais!” (“¡Familias,
os odio!”) de André Gide (“notorio maricón”,
dirán algunos: “claro, claro…”) es
una aberración en la que se condensa toda la descomposición
del orden familiar, social y político (en el sentido
alto de la palabra) que ha acabado conduciendo al mundo de zombies
ambulantes que padecemos. Si no hay familia; o lo que es lo
mismo: si la familia no ocupa el alto lugar que le corresponde;
es más, si no hay linaje ni raigambre; es más,
subiendo otro peldaño: si no hay comunidad política,
si no hay espacio público, si no existe un destino que
nos vincule y una historia en la que beber y proyectarse, nada
digno, grande, noble será posible. Nada libre tampoco.
Sólo queda —entonces sí— “la
vegetal esclavitud” del orden biológico (“materialista”
lo llamamos también): ese orden (ese desorden) que se
plasma hoy en el atomismo individualista y gregario.
Pero reconozcámoslo también —con valentía,
abriendo los ojos, sin poner la cabeza bajo el ala—: la
familia es cosa odiable (o puede serlo); el orden familiar,
cosa execrable; el espacio político (o lo que le sustituye),
espacio asfixiante. ¿Cómo podría ser de
otro modo cuando el orden político, convertido el Estado
en el monstruo que conocemos, no ofrece ningún proyecto
susceptible de aunar el sentir vital de todo un pueblo? ¿Cómo
podría ser de otro modo cuando, dominado por el puritanismo
burgués, el orden familiar ha acabado convirtiéndose
en sinónimo tanto de remilgadas maneras como de estrictos
comportamientos? ¿Cómo podría ser de otro
modo cuando, desde hace al menos dos siglos, la familia ha dedicado
sus principales esfuerzos no a ordenar —lo cual es
su misión—, sino a coartar con su moralina la fuerza
vital, el impulso sexual de sus miembros?
Reconozcámoslo. El “adolescente ahogado por la
familia” no es ninguna invención que Pound se haya
sacado de la manga. Existen, sí, tales adolescentes.
O, mejor dicho, existían hasta hace poco, pues la degeneración
actual ha conducido a que sean hoy adolescentes (y hasta niños)
quienes apabullen —peguen incluso— a sus padres.
Es urgente, imperativo, acabar con tanta degeneración.
No por el bien de unos complacientes, papanatas padres: por
el bien común de todos. El problema es que sólo
se podrá acabar con tanta aberración si la alternativa
no consiste en regresar al orden tradicional (algunos lo llaman
“natural”): tanto en lo que concierne a la familia
como en lo que atañe al Estado.
Precisemos, sin embargo, las cosas. Sí hay que volver,
en cierto sentido, al orden tradicional, al de toda la vida,
al imperante desde que los hombres son hombres. ¿En qué
sentido? En el siguiente: cualesquiera que sean los contenidos,
principios o normas que informen a la familia y al Estado, debe
quedar meridianamente claro que sólo a través
de tales instituciones, activamente insertos en ellas, pueden
los hombres dejar de ser los átomos burdamente masificados
que hoy pululan por el mundo.
Pero ¿qué Familia, qué Estado? No cualesquiera,
desde luego: ahí está la cuestión. El problema
no es en absoluto la Familia o el Estado como tales. Lo que
ha llevado a odiarlos es, ante todo, su contenido, su orientación.
Tampoco hay que entender su actual desintegración como
un fenómeno necesariamente ligado a la modernidad. Bien
lo sabía —volviendo a él— el Ezra
Pound que vivió de cerca el entusiasmo álgido
de una sociedad italiana, sumamente moderna, que si por algo
se caracterizaba no era precisamente por odiar al Estado o detestar
a la Familia. El problema, insisto, no es ni el Estado ni la
Familia. El problema es su contenido, la orientación
que se les imprima: tanto a la comunidad familiar como a la
política.
Sólo si un proyecto enaltecedor anima a esta última;
sólo si la otra deja de estar definitivamente asociada
a rigideces y ramplonerías: sólo así podrán
los hombres del siglo XXI encontrar en ellas la conjunción
de libertad y arraigo que andan a tientas buscando.
A tientas, en efecto. Pues si es mucho lo que, en cierto sentido,
las cosas se han degenerado, también es mucho lo que,
en otro sentido, se han regenerado (así, por ejemplo,
igual resulta que a nuestros lectores más jóvenes
les costará entender —¡ojalá!—
el hecho de asociar la familia con remilgos, rigideces
y ramplonerías). A tientas, decía —como
en tantos otros campos de la más paradójica y
contradictoria de todas las épocas. A tientas, buscando
—pero sin haber encontrado aún, es indudable—
el punto de tenso equilibrio entre los dos términos —orden
y libertad, dependencia e independencia— en cuya tensión
feraz, y sólo ahí, anida lo que puede salvarnos.